Siempre
supe que era maestra. No que sería, que iba a estudiar, no. Yo era maestra.
Mi
primera imagen escolar se remonta a mis cuatro años, en la Escuela Pestalozzi,
nada menos. Era la escuela pública del barrio, en el límite entre Parque
Patricios y Barracas.
Entre otras, tengo dos escenas vívidas de mi breve paso por el jardín
de infantes que compartiré aquí.
Era un día especial en que había venido de visita el hijo de mi maestra, la señorita
Pura. El niño tendría unos tres años más que yo, no podría precisar exactamente
la edad, y yo sabía que había sido
abandonado en la puerta de la casa mi maestra y ella y su esposo lo habían
adoptado .
Yo tenía claro lo que había que hacer, cuando lo vi
parado en la puerta del salón, rápidamente me levanté, le tomé de la mano y lo llevé a mi mesita ofreciéndole una silla y
haciéndolo sentar. No era una alumnita de jardín observadora, yo era la
anfitriona del salón, yo le enseñaba dónde ir y cómo ubicarse.
La siguiente escena una fiesta patria, en el escenario del salón de actos en el
primer piso de la escuela los niños estábamos preparados para la danza
folklórica. Mi pareja de baile fue presa del pánico escénico. No me amedrenté,
decidida lo fui a buscar detrás del telón, lo
tomé de la mano y lo traje al centro del escenario, al lugar que le
correspondía para bailar conmigo. Le
tomé de la mano y lo conduje al lugar. Yo tenía 4 años.
Las dos veces hice lo mismo. Estaba claro. Era una
pedagoga: llevaba de la mano al niño.
A lo largo de mi niñez, si jugábamos a la escuela,
siempre era la maestra, naturalmente, no había opciones. Aunque casi todas mis
amigas eran mayores que yo. Lo saben Betty y Pilar. Lo saben mi hermana y mis
primas. Yo era la maestra. Lo mismo en la escuela primaria y en la secundaria,
en el profesorado y en la universidad, siempre encontraba un modo simple y
claro de explicar lo que mis compañeros no entendían. Y lo voy hilvanando ahora
mientras escribo, como en aprés coup.
Con los años descubrí que el niño que nos habita
siempre está ahí, esperando que lo tomemos de la mano para acompañarlo, para
llevarlo al lugar en donde puede aprender, que se aprende todo el tiempo, a lo
largo de toda la vida y en todo lugar.
Entendí también que aprendemos más allá del
intelecto, que hay un conocimiento que trasciende lo mental, que aprender es un
viaje permanente del ser completo.
Supe que la psicopedagogía era mi dharma, mi
propósito en la vida: darle la mano para acompañar al niño interior que habita
en nuestro ser en su camino interminable hacia el conocimiento infinito de sí
mismo (de mí misma) y, como en un holograma, a partir de esto, hacia el
conocimiento progresivamente creciente del todo.
Sigo aprendiendo todo el tiempo de todo y de todos y
sigo acompañando a otros en este camino a lo largo de la vida.
No hay duda, soy psicopedagoga.
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