miércoles, 21 de diciembre de 2011

Psicopedagogía para la vida


Siempre supe que era maestra. No que sería, que iba a estudiar, no. Yo era maestra.
Mi primera imagen escolar se remonta a mis cuatro años, en la Escuela Pestalozzi, nada menos. Era la escuela pública del barrio, en el límite entre Parque Patricios y Barracas.
Entre otras, tengo dos escenas vívidas de mi breve paso por el jardín de infantes que compartiré aquí.
Era un día especial en que  había venido de visita el hijo de mi maestra, la señorita Pura. El niño tendría unos tres años más que yo, no podría precisar exactamente la edad, y yo sabía que había sido abandonado en la puerta de la casa mi maestra y ella y su esposo lo habían adoptado .
Yo tenía claro lo que había que hacer, cuando lo vi parado en la puerta del salón, rápidamente me levanté, le tomé de la mano y lo llevé a mi mesita ofreciéndole una silla y haciéndolo sentar. No era una alumnita de jardín observadora, yo era la anfitriona del salón, yo le enseñaba dónde ir y cómo ubicarse.
La siguiente escena una  fiesta patria, en el escenario del salón de actos en el primer piso de la escuela los niños estábamos preparados para la danza folklórica. Mi pareja de baile fue presa del pánico escénico. No me amedrenté, decidida lo fui a buscar detrás del telón, lo tomé de la mano y lo traje al centro del escenario, al lugar que le correspondía para bailar conmigo. Le tomé de la mano y lo conduje al lugar. Yo tenía 4 años.
Las dos veces hice lo mismo. Estaba claro. Era una pedagoga: llevaba de la mano al niño.
A lo largo de mi niñez, si jugábamos a la escuela, siempre era la maestra, naturalmente, no había opciones. Aunque casi todas mis amigas eran mayores que yo. Lo saben Betty y Pilar. Lo saben mi hermana y mis primas. Yo era la maestra. Lo mismo en la escuela primaria y en la secundaria, en el profesorado y en la universidad, siempre encontraba un modo simple y claro de explicar lo que mis compañeros no entendían. Y lo voy hilvanando ahora mientras escribo, como en aprés coup.
Con los años descubrí que el niño que nos habita siempre está ahí, esperando que lo tomemos de la mano para acompañarlo, para llevarlo al lugar en donde puede aprender, que se aprende todo el tiempo, a lo largo de toda la vida y en todo lugar.
Entendí también que aprendemos más allá del intelecto, que hay un conocimiento que trasciende lo mental, que aprender es un viaje permanente del ser completo.
Supe que la psicopedagogía era mi dharma, mi propósito en la vida: darle la mano para acompañar al niño interior que habita en nuestro ser en su camino interminable hacia el conocimiento infinito de sí mismo (de mí misma) y, como en un holograma, a partir de esto, hacia el conocimiento progresivamente creciente del todo.
Sigo aprendiendo todo el tiempo de todo y de todos y sigo acompañando a otros en este camino a lo largo de la vida.
No hay duda, soy psicopedagoga.

No hay comentarios:

Publicar un comentario